PresentaciónHay utopías, religiosas o sociales y políticas, que han querido ser llevadas plenamente a la realidad (“seamos radicales”) y que han creado en su interior diversos niveles de tormento y desolación. Parece que el hombre sólo pudiera vivir en el término medio aristotélico, evitando los extremos, dejando que las diversas fuerzas que lo impulsan se limiten las unas a las otras, si bien de manera flexible y oscilante según las circunstancias, y sin dejar que una de ellas, por muy bendita que parezca, ocupe todo el escenario. Pero los fanáticos suelen estar poseídos por un pensamiento lineal según el cual una idea-fuerza nos procuraría en su expansión ilimitada toda clase de bienes sin mezcla de mal alguno. Se anulan entonces otras necesidades esenciales del ser humano, que son trituradas en el camino, de modo que el ser humano queda desgajado de sí mismo. Por esa violencia, la pretendida idea-fuerza utópica es puesta a la postre al servicio de intereses privados y personales, que necesariamente se encuentran entonces en directa contradicción con otros y por tanto también con el bien general, la justicia y la convivencia. Ha habido y hay regímenes teocráticos, al servicio de una religión, sobre todo si ésta es revelada por Dios o sus mensajeros. El intento de hacer a todos los ciudadanos santos, y además con la idea particular que el líder o el grupo dominante tiene de la santidad, convierte a la ciudad en un lugar inhabitable, como lo logró por ejemplo Savonarola en Florencia, o algunos grupos islámicos actuales. Los que no comulgan con esa creencia o no siguen sus preceptos tienen difícil la existencia. Podríamos hablar igualmente de las dictaduras nacionalistas, entre las que sobresale el Nacionalsocialismo alemán de Hitler y sus campos de concentración. Allí es la idea que el líder o los dirigentes tienen de su comunidad la que impera sobre el destino de los individuos. Esta colectividad puede buscar su fundamento en la raza
PresentaciónHay utopías, religiosas o sociales y políticas, que han querido ser llevadas plenamente a la realidad (“seamos radicales”) y que han creado en su interior diversos niveles de tormento y desolación. Parece que el hombre sólo pudiera vivir en el término medio aristotélico, evitando los extremos, dejando que las diversas fuerzas que lo impulsan se limiten las unas a las otras, si bien de manera flexible y oscilante según las circunstancias, y sin dejar que una de ellas, por muy bendita que parezca, ocupe todo el escenario. Pero los fanáticos suelen estar poseídos por un pensamiento lineal según el cual una idea-fuerza nos procuraría en su expansión ilimitada toda clase de bienes sin mezcla de mal alguno. Se anulan entonces otras necesidades esenciales del ser humano, que son trituradas en el camino, de modo que el ser humano queda desgajado de sí mismo. Por esa violencia, la pretendida idea-fuerza utópica es puesta a la postre al servicio de intereses privados y personales, que necesariamente se encuentran entonces en directa contradicción con otros y por tanto también con el bien general, la justicia y la convivencia. Ha habido y hay regímenes teocráticos, al servicio de una religión, sobre todo si ésta es revelada por Dios o sus mensajeros. El intento de hacer a todos los ciudadanos santos, y además con la idea particular que el líder o el grupo dominante tiene de la santidad, convierte a la ciudad en un lugar inhabitable, como lo logró por ejemplo Savonarola en Florencia, o algunos grupos islámicos actuales. Los que no comulgan con esa creencia o no siguen sus preceptos tienen difícil la existencia. Podríamos hablar igualmente de las dictaduras nacionalistas, entre las que sobresale el Nacionalsocialismo alemán de Hitler y sus campos de concentración. Allí es la idea que el líder o los dirigentes tienen de su comunidad la que impera sobre el destino de los individuos. Esta colectividad puede buscar su fundamento en la raza